martes, 28 de mayo de 2013

DIVINA VERDAD


La primera vez que Antonino vio la Basílica de San Pedro con sus propios ojos supo que Dios existía. El cielo se había mantenido gris durante todo el trayecto pero, cuando el coche cruzó las fronteras del territorio benedictino, el sol surgió de entre las nubes y una luz divina iluminó la casa del santo padre. De pie, mirando a través de la única ventana que había en su celda, Antonino se avergonzaba de lo ingenuo que había sido en aquellos tiempos. Hasta el punto de pensar que, cuando se viera embriagado por aquella luz divina, su boca se movería sola y le obligaría a revelar todos sus secretos. Grande fue su sorpresa cuando vio que nada de aquello ocurría, casi tan grande como la sorpresa que se llevó el día que se marchó de casa.

Desde pequeños, a los niños y niñas de su pueblo los educaban en el amor hacia todas las cosas porque todo en el mundo era creación de Dios. Los árboles, los insectos, las piedras, los seres humanos e, incluso, la muerte. Todo lo que hay en el mundo es creación divina y es deber del ser humano amar y respetar a todas y cada una de ellas. Por eso Antonino no entendió porque su padre le obligó a guardar todo ese amor en secreto. Si Jesucristo fue todo amor, ¿por qué no podía serlo también Antonino? Poco tiempo hizo falta para que entendiera la razón.

Durante mucho tiempo, Antonino pensó que el chantaje al que se veía sometido no era otra cosa que el castigo divino a su amor prohibido. Mientras llenaba de vino las copas de cristal que había sobre la mesa, su cara se llenó de alegría al recordar los buenos momentos que pasó junto al hermano Julián, que siempre tenía las manos frías. Después, su rostro se contrajo de dolor con el recuerdo del sabor amargo de la traición.

Los golpes en la puerta le sacaron de sus pensamientos. “Pasa, está abierta” dijo Antonino y una mano enguantada de color morado asomó por la puerta. Antonino esperó hasta que su visitante estuvo sentado para ofrecerle una de las copas de vino que había en la mesa. El ahora cardenal Julián se quitó los guantes morados y bebió la copa de un solo trago. Antonino rodeó la mesa lentamente y, acercándose a su anteriormente amante y amigo, le susurró al oído las mismas palabras que Julián le dijo el día en el que éste plantó la semilla de la traición.

– ¿Sabes lo mejor de un buen vino? Que su sabor es tan intenso que uno nunca sabe cuántos secretos esconde dentro.

viernes, 17 de mayo de 2013

ODA DE LOS RATONES A CENICIENTA

¡Hola, amigos! En esta ocasión, quiero compartir con vosotros un escrito al que le tengo mucho cariño y que fue creado hace unos pocos años. Se trata de un poema que escribí mientras formaba parte de uno de los grupos más locos que ha existido en la historia. Me refiero al Fotolog de Unadesuertes (http://www.fotolog.com/unadesuertes/), un grupo que, como el ave fénix, brilló con toda su intensidad en poco tiempo para deshacerse en polvo al instante. Aun así, para la posteridad quedan los múltiples absurdos relatos, chistes y demás zarandajas que este grupo creó. De hecho, el escrito de hoy forma parte de una serie de relatos agrupados bajo el título "Princesas Disney". Si tenéis interés (y si no también), indagar un poco por los relatos y descubriréis que Walt se calló más de una cosa al contar sus historias.
Al mismo tiempo, no quiero perder la oportunidad de decir que visitéis el blog De Profesión Graciosista (http://graciosista.wordpress.com/). Recordad: el humor es algo muy serio.

PRINCESAS DISNEY: CENICIENTA
Rebuscando en la basura de un McDonalds, encontramos este documento fantástico:

ODA DE LOS RATONES A CENICIENTA





Oh Cenicienta bella entre las bellas

Eres nuestra salvación y nuestra estrella.

Viniste abandonada por tu familia

Y muy a nuestro pesar

Sin ganas de practicar zoofilia

Tu cruel madrastra te maltrataba

Y tú para animarte canciones cantabas,

Mientras tus hermanas celosas y crueles

Te insultaban y humillaban.


Conociste al hada madrina

Que te convirtió en una princesa divina

A nosotros en poderosos podencos

Y hasta las doce te permitió

Conocer a un príncipe apuesto



Cuando el reloj dio las doce, huiste

En tu carrera, el zapato perdiste

Al príncipe el corazón le heriste

Dándole la firme intención de buscarte



El príncipe buscó y buscó

Y cuando tu pie entró,

Perfecto en el zapato

Supo que al fin su búsqueda había terminado

Que al amor de su vida había encontrado



Tu madrastra y tus hermanas

Se hallan en prisión

Ganaste el juicio por maltrato

Y enviaste al ladrón con los de su condición



Viajaste a África a ayudar a los desfavorecidos

En recuerdo de los años que tú así habías existido

Limpiando heridas, poniendo inyecciones

Sujetando a los pacientes, vendando muñones

Permaneciendo impertérrita, echándole cojones



Cuando la segunda guerra mundial estalló

Cuando tu país a filas te llamó

Demostraste valor en el campo de batalla

Matando a tu enemigo a fusil, fuego,

Granada, cañón y bayoneta calada



La guerra terminó y al mundo decidiste darle la vuelta

Comiendo en todos los restaurantes, pidiendo la cuenta

Comprando joyas y prendas, acumulando deudas

Sin importar, ya que eres feliz, lo que la vida cuesta



Cuando tu vida se acerca al fin

Recibes un Nóbel por tu dilatada carrera

Tienes que reconocer que al final vives feliz

Con tu príncipe y todo lo que deseas



Y nosotros permanecemos

Haciéndonos a dos manos las pajas

Soñando, imaginando que hubiera pasado

Si al llegar a nuestras vidas

Hubieses aceptado hacernos una simple mamada.








"¿Pero de verdad que no te acuerdas de su cara?
"
-Un amigo del Príncipe al explicarle éste el genial plan para buscarla.



"Por eso le apodaban el príncipe azul
"
-Jaime Peñafiel hablando de las cogorzas que el príncipe pillaba.





¿Sabias que…

Cenicienta es un cuento de hadas originado en China?

El príncipe tiene problemas con el alcohol? (no se acuerda de la cara después de la fiesta)
Cenicienta también es una planta?
Los polvos del hada madrina son coca y de la buena?
Walt Disney se acostó con ella y tenemos pruebas de ello?




Unadesuertes!!

viernes, 10 de mayo de 2013

DESTRUYENDO UNA ILUSIÓN


DESTRUYENDO UNA ILUSIÓN

Los padres de Gugu habían decidido llevar al niño al puerto para que pudiera ver los barcos que habían atracado allí ese día. Cuando se lo dijeron a Gugu, el pequeño se vio embargado por la ilusión. Por fin iba a tener la posibilidad de ver todos aquellos enormes barcos que habían poblado sus sueños durante tantas noches. Gugu deseaba con todas sus fuerzas llegar hasta el puerto y correr para situarse frente a aquellas bestias de madera y hierro que durante siglos habían desafiado al poder de los océanos. Ansiaba ver los cientos de cañones, las enormes velas y los robustos cascos de barcos como el Bucentauro, el Intrépide o, su favorito, el Santísima Trinidad. No en vano, su padre, Miguel, tenía por costumbre contarle sucesos importantes de la Historia como si fueron cuentos para dormir. Marta, su madre, no entendía esta obsesión de Miguel y pensaba que todo aquello era una absoluta pérdida de tiempo y una tortura para Gugu. ¡Para ella la Historia era tan aburrida! Pero Miguel sabía que conocer los entresijos de la Historia es lo mismo que conocer los secretos de la vida.

Para Gugu todo aquello carecía de importancia. A él le daba igual si la Historia le serviría para el futuro o no. A él lo único que le importaba era que el cuento de esa noche fuera divertido y el de la noche anterior lo había sido. Por suerte para Gugu, el aburridísimo cuento de una semana de duración sobre el crack del 29 había terminado hacía tan sólo dos días y había comenzado un relato mucho más emocionante: la batalla de Trafalgar. Consciente de la pasión de Gugu por los barcos y las batallas navales, Miguel se recreó en la narración aportando todo tipo de detalles a la misma. De esta manera, a pesar de que ya llevaban dos noches con la narración de la batalla de Trafalgar, ésta todavía no había dado comienzo. Al contrario de lo que ocurría con el resto de sus amigos, Gugu disfrutaba escuchando a su padre contarle cómo los marineros revisaban las jarcias, limpiaban los cañones y reforzaban las partes más débiles del casco. El pequeño muchacho absorbía con ansiedad todos los pequeños detalles que su padre le iba dando y los recreaba en su mente. De esa manera, Gugu se imaginaba a los marineros novatos vomitando por la borda a consecuencia del eterno vaivén del barco mientras los compañeros más veteranos se reían de ellos sin ningún tipo de piedad, entre los cuales, también se encontraban niños. Éstos, a pesar de tener la misma edad que Gugu, poseían la misma experiencia que el más veterano de los marineros. “No podía ser de otra manera”, le dijo su padre, muchos de aquellos niños habían sido concebidos, gestados y paridos en los mismos barcos en los que servían. Sus compañeros más adultos los llamaban salmonetes por su pequeño tamaño y por su naturalidad para moverse por aquellos navíos llenos de todo tipo de obstáculos similar a la facilidad con la que el pequeño pez se mueve entre las rocas del fondo marino. Al principio, la marina oficial no quería que se usaran salmonetes en los barcos de la armada, pero pronto cambiaron de opinión y, entonces, ya no había barco que se preciase que no tuviera, al menos, tres o cuatro salmonetes entre su tripulación.”

Gugu se imaginaba a sí mismo como uno de aquellos salmonetes presentes entre la tripulación del Santísima Trinidad, el barco más grande de su época con sus cuatro puentes de altura y sus 136 cañones, ampliados a 140 con posterioridad. Se imaginaba navegando en el interior de aquella enorme bestia, conocida en su tiempo como El Escorial de los mares, seguro de la invulnerabilidad del navío que los transportaba pero maldiciendo la estupidez del almirantazgo francés. Gugu sentía su corazón acelerándose mientras su padre le relataba cómo el petulante almirante francés Villeneuve hacía caso omiso de los consejos del experimentado almirante español Gravina y mandaba a la flota aliada que abandonara su base en el puerto y se enfrentara a los ingleses en alta mar. El odio de Gugu contra el histórico almirante francés era enorme y casi sentía como propia la pesadumbre de las personas que padecieron sus decisiones en sus propias carnes. Aun así, el pequeño muchacho pensaba que los tripulantes del Santísima Trinidad saldrían indemnes de cualquier situación, por muy complicada que fuera. No en vano, aquel barco era el más poderoso de su época y contaba con los mejores marineros de su generación. Así pues, cuando Gugu se imaginaba a bordo del Santísima Trinidad, lo hacía lleno de ilusión y confianza a pesar de la inminente batalla. Soñaba con el momento en el que el caos de la batalla diera comienza y él tuviera que correr entre las astillas que volaban por los aires a consecuencia de los impactos recibidos para ayudar a sus compañeros en la lucha contra el enemigo inglés. Se imaginaba transportando la pólvora y ayudando a introducirla en el cañón e, incluso, quién sabe, pero podría ser que llegado el momento a sus compañeros de tripulación no les importase dejarle disparar el cañón a él, sobretodo, si éstos se encontraban heridos o muertos. Imaginando la inminente batalla, Gugu se durmió sin que el relato de su padre diera comienzo a la misma. Así que cuando Miguel le dijo a la mañana siguiente que irían al puerto a ver los barcos, el entusiasmo de Gugu se disparó por las nubes, puesto que, cuando aquella noche su padre retomara el relato de la batalla de Trafalgar, él podría recrear los navíos con todo lujo de detalles.

La mañana en el colegio se le hizo eterna al pequeño chiquillo. Durante las clases no podía dejar de pensar en todos los enormes barcos que iba a ver cuando fuera al puerto con sus padres. Cuando salió al recreo, no podía dejar de hablar de otra cosa. Hasta sus mejores amigos, Raúl y Datán, optaron por dejarle de lado aquel día ante la tremenda insistencia de Gugu por los barcos. Cuando llegó la hora de comer, no pudo probar bocado por la tremenda emoción que sentía en su cuerpo. Por mucho que los encargados del comedor del colegio lo intentaron, fueron incapaces de conseguirlo. Ni siquiera lo consiguieron cuando le castigaron a permanecer allí sentado hasta que se lo hubiera comido todo. El entusiasmo y la ilusión que el niño sentía le daban alas y energías para continuar adelante a pesar de todas las privacidades. Cuando Marta y Miguel recogieron al muchacho a la puerta del colegio, éste estaba hecho un amasijo de nervios. Gugu se acercaba a todas las personas que veía, las conociera o no, para decirles que aquella tarde iba a ir al puerto a ver los barcos y convertirse en salmonete. Las personas que eran abordadas por el entusiasta muchacho no podían evitar extrañarse, sobretodo, cuando escuchaban su ilusión ante la posibilidad de convertirse en un pez.

Durante el trayecto en coche, la ansiedad de Gugu fue en aumento. Cualquier intento de Miguel por darle la merienda fue tan infructuoso como los intentos de Marta por hablar de algo que no fueran barcos. La ilusión del pequeño ya no tenía límites. Su deseo estaba absolutamente desatado. Sólo unos pocos minutos le separaban de encontrarse cara a cara con los navíos que habían protagonizado los sueños de sus dos últimos días. Cuando Marta terminó la maniobra para aparcar el coche, Gugu abrió la puerta y salió corriendo en dirección a sus sueños. El característico sonido del freno de mano había servido como pistoletazo de salida para aquel que estaba a punto de convertirse en salmonete.

Gugu corrió a lo largo de todo el puerto buscando con ojos ansiosos cualquier vestigio de carracas, galeras y galeones pero lo único que encontró fueron botes, lanchas y pequeños buques de pasajeros. Gugu también podía ver algún que otro barco de mayor tamaño pero todos ellos eran completamente metálicos. Además, en contra de las formas panzudas de los galeones que participaron en la batalla de Trafalgar, éstos barcos metálicos tenían formas picudas que se antojaban horribles a los ojos del pequeño muchacho. Aquellos mismos ojos siguieron buscando a la desesperada con la esperanza de que, de repente, el Santísima Trinidad surgiese por el horizonte liderando toda una flota de guerra. Pero no fue así.

La desilusión embargó al pequeño muchacho lentamente pero con firmeza. Poco a poco, toda aquella emoción que había ido aumentando a lo largo del día, se cristalizó en lágrimas y Gugu comenzó a llorar. Cuando Miguel y Marta por fin consiguieron darle alcance, el niño lloraba desconsolado mientras se tapaba la cara con las manos. Vanos fueron todos los intentos de los padres por tratar de calmar al hijo. De nada sirvió que Miguel tratara de hacerle ver la belleza que aquellos barcos también tenían. El mismo resultado obtuvo cuando trató de hacerle evidente la presencia de un par de veleros en el puerto que Gugu, en su desesperación, había obviado.

Pero el niño ya no quería tener nada que ver con barcos. Aunque en aquel momento se hubiera presentado el mismísimo almirante Cisneros en persona a bordo de su amado Santísima Trinidad, nada hubiera cambiado. Gugu le habría dicho que llegaba tarde y que ya podía irse a quitarse los juanetes con los 140 cañones de su barco. Miguel y Marta se rindieron ante la evidente desilusión de Gugu y decidieron poner fin al dolor del niño marchándose a casa.

Aquella noche, a pesar de que Gugu le había dicho que ya no quería saber nada más de barcos y batallas en el agua, Miguel dio comienzo a la batalla de Trafalgar en el cuarto del niño. El ingenuo padre tenía la esperanza de que Gugu recobrara la ilusión cuando el pequeño muchacho comenzara a escuchar el relato de la batalla, pero aquello ya era imposible. Gugu  no podía dejar de imaginarse al almirante Villeneuve en un desvencijado bote de remos dando órdenes a un Gravina que daba vueltas alrededor de él con una lancha motora. Cisneros cortaba por el horizonte el sol a bordo de un barco metálico que tenía el nombre de Kontiki III pintado en su casco. Con imágenes como aquellas, la batalla de Trafalgar perdió para Gugu toda su espectacularidad e importancia.

jueves, 2 de mayo de 2013

PEQUEÑAS COSAS


Esperar hasta la llegada del autobús era un trámite que Sergio siempre había odiado. Lo odiaba desde el momento en que llegaba temprano a la parada hasta su fase final, cuando, por fin, subía al autobús. Por las caras de sus compañeros de espera, Sergio sabía que no era el único que odiaba todo aquello. ¡Ojalá pudiera comprarse un coche y olvidarse de los autobuses para siempre! Pero ni él, ni su familia tenían suficiente dinero. Aunque todo cambió el día que conoció a Silvia.

Un jueves Sergio llegó, como de costumbre, sobre las ocho de la mañana a la parada del autobús. Todo era exactamente igual a como era todos los días, con la excepción de que junto a la señal de la parada del bus había una persona que nunca antes había estado allí. Se trataba de una mujer que esperaba con un ligero tembleque en las piernas. Sergio recordaba haberle preguntado a Rubén, que siempre conseguía llegar antes que él a la parada, si la tía se estaba meando. Al principio, aquella mujer no consiguió llamar la atención de Sergio más allá del hecho de ser novedad, pero a medida que la hora de llegada del autobús se acercaba, la atención de Sergio se fue centrando cada vez más en ella. La mujer se había estado poniendo, con el tiempo, cada vez más nerviosa e inquieta. El tembleque de las piernas había ido aumentando de intensidad y, poco a poco, se había extendido a todo su cuerpo. Al mismo tiempo que se estremecía, la mujer comenzó a balancearse cada vez más hasta que no pudo soportarlo y empezó a caminar hacia arriba y hacia abajo. El trayecto que realizaba la mujer era muy corto, porque a cada paso que daba se asomaba al borde de la acera y trataba de ver si el bus aparecía al final de la calle. Así estuvo durante un buen rato.

Cuando, por fin, apareció el bus en la lejanía, todo el nerviosismo de la mujer se convirtió en felicidad y comenzó a gritar a todos los presentes: “¡Ya viene, ya viene!” Tanta felicidad e ilusión golpeó en la cara a todos aquellos palos de carne sin vida y los dejó noqueados. Ninguno de los parroquianos habituales habría previsto una reacción similar y, en efecto, les cogió por sorpresa. Pero si a alguien le sorprendió especialmente esa reacción, fue a Sergio. Si su atención sobre la mujer había ido aumentando paralelamente a la excitación de ella, en el momento en que se puso a gritar a la gente, una chispa imperceptible se encendió en el interior de Sergio. Sin que él lo supiera, aquella forma de actuar de la mujer había activado un mecanismo que, muy lentamente, comenzó a funcionar. Un mecanismo que le permitiría ver la vida de otra manera.

De todas formas, en aquel momento Sergio pensó que lo mejor sería tratar de alejarse al máximo de esa mujer. Mientras tanto, ella seguía con su show personal. Hasta que el autobús llegó, la mujer no dejó de cambiar de posición en la acera, según su previsión de dónde iba a parar el bus, y de gritar a los presentes para que se unieran a ella, pero todos, desde hacía un buen rato, habían establecido un amplio perímetro de seguridad  y la miraban con una expresión entre la incredulidad y el terror. Antes de que las puertas del bus terminaran de abrirse, la mujer ya había subido al autobús y estaba pasando su tarjeta por el detector. El resto de las personas la siguieron muy lentamente y con la habitual falta de vitalidad. A pesar de entrar el último y tener todo el tiempo para elegir, Sergio terminó, sin saber cómo, sentado al lado de la mujer. Cuando su culo tocó el asiento, fue como si hubiera activado algún botón porque la mujer comenzó inmediatamente a hablar sin parar con Sergio y no paró durante todo el trayecto. En aquel momento fue cuando Sergio conoció su nombre y que nunca jamás olvidó: Silvia. De esta manera, la rutina que, hasta ahora, había gobernado la vida de Sergio cambió por culpa de una mujer.

A partir de ese momento, el espectáculo de Silvia se repetía todas las mañana y siempre, sin saber cómo, Sergio terminaba sentado al lado de ella en el autobús. Lo único que cambiaba era la forma que tenía Silvia de expresar su emoción al ver aparecer el autobús. A veces se ponía a saludar con la mano al autobús en medio de la carretera, otras veces bailaba y, hasta en una ocasión, era tanta la emoción de Silvia que se confundió de número de autobús y se subió en otro, a pesar de los gritos de advertencia de Sergio. Y es que el mecanismo que se había puesto en marcha aquel primer día, estaba haciendo mella en él. Cada día, Silvia le parecía más divertida y, cada vez más, le atraía su forma de ver la vida. Para Silvia, la espera del autobús estaba llena de misterios y preguntas que le daban vida a la vida. ¿A qué hora llegará el bus? ¿Será puntual o llegará tarde? ¿Llegaré a tiempo? ¿En qué punto exacto abrirá las puertas? El conocer las respuestas a esas preguntas, le daban a Silvia la suficiente fuerza para encarar el día. Esa forma de ver la vida era inaudita para Sergio. Todas las personas que conocía basaban su vida en la consecución de grandes sueños. Él mismo soñaba con cambiar la concepción del mundo, por eso se había matriculado en Filosofía, pero jamás había conocido a alguien que encontrara la felicidad en algo tan mundano como coger el autobús. Él siempre había imaginado que las personas así, eran personas vacías y sin ilusión. Ahora Sergio sabía lo equivocado que había estado siempre.

La vitalidad y la energía de Silvia le atrajeron de la misma manera que el olfato se ve atraído por el aroma de una rosa. Poco a poco, el perímetro de seguridad se fue reduciendo y, antes de darse cuenta, Sergio se encontraba saludando con la mano al autobús junto a Silvia en medio de la carretera. De la misma manera que Sergio, el resto de los habituales en la parada del autobús se fue acercando poco a poco a la pareja. Pronto, todo el mundo en la parada saludaba con la mano al autobús en medio de la carretera. El boca a boca pronto se extendió y, a pesar de que Sergio no era una persona muy sociable, se hizo famoso en la universidad. Gente que ni siquiera conocía, le saludaba y hasta le pedían autógrafos. Incluso gente que normalmente iba en coche a la universidad, comenzó a coger el autobús. Hasta que llegó el día en que todo terminó.

Un día, mientras todo el grupo bailaba en la acera, el bus se pasó la parada sin detenerse. En ese momento fue como si el tiempo se ralentizara, mientras todos veían como el autobús seguía su camino. Nadie reaccionó, salvo Silvia. Sin que nadie pudiera detenerla, Silvia salió corriendo detrás del autobús y ambos desaparecieron cuando giraron a la derecha en la siguiente esquina.

Durante un tiempo, el resto del grupo permaneció en su sitio, sin saber muy bien que hacer. Era como si una especie de encantamiento se hubiera roto. Todos se miraban entre sí como si no se conociesen. Poco a poco, el grupo se fue dispersando hasta que sólo quedaron los habituales parroquianos del autobús. Cuando al día siguiente Sergio fue a la parada esperando ver a Silvia, ella no estaba y nunca más volvió a estar.

Hoy día Sergio va a la universidad en coche, pero siempre pasa por delante de aquella parada de autobús y, siempre que lo hace, recuerda con cariño el día que conoció a Silvia y el valor de las denominadas “pequeñas cosas”.