Esperar
hasta la llegada del autobús era un trámite que Sergio siempre había odiado. Lo
odiaba desde el momento en que llegaba temprano a la parada hasta su fase
final, cuando, por fin, subía al autobús. Por las caras de sus compañeros de
espera, Sergio sabía que no era el único que odiaba todo aquello. ¡Ojalá pudiera comprarse un coche y olvidarse de los autobuses para siempre! Pero ni
él, ni su familia tenían suficiente dinero. Aunque todo cambió el día que
conoció a Silvia.
Un
jueves Sergio llegó, como de costumbre, sobre las ocho de la mañana a la parada
del autobús. Todo era exactamente igual a como era todos los días, con la
excepción de que junto a la señal de la parada del bus había una persona que
nunca antes había estado allí. Se trataba de una mujer que esperaba con un
ligero tembleque en las piernas. Sergio recordaba haberle preguntado a Rubén,
que siempre conseguía llegar antes que él a la parada, si la tía se estaba
meando. Al principio, aquella mujer no consiguió llamar la atención de Sergio
más allá del hecho de ser novedad, pero a medida que la hora de llegada del
autobús se acercaba, la atención de Sergio se fue centrando cada vez más en
ella. La mujer se había estado poniendo, con el tiempo, cada vez más nerviosa e
inquieta. El tembleque de las piernas había ido aumentando de intensidad y,
poco a poco, se había extendido a todo su cuerpo. Al mismo tiempo que se
estremecía, la mujer comenzó a balancearse cada vez más hasta que no pudo
soportarlo y empezó a caminar hacia arriba y hacia abajo. El trayecto que
realizaba la mujer era muy corto, porque a cada paso que daba se asomaba al
borde de la acera y trataba de ver si el bus aparecía al final de la calle. Así
estuvo durante un buen rato.
Cuando,
por fin, apareció el bus en la lejanía, todo el nerviosismo de la mujer se
convirtió en felicidad y comenzó a gritar a todos los presentes: “¡Ya viene, ya
viene!” Tanta felicidad e ilusión golpeó en la cara a todos aquellos palos de
carne sin vida y los dejó noqueados. Ninguno de los parroquianos habituales
habría previsto una reacción similar y, en efecto, les cogió por sorpresa. Pero
si a alguien le sorprendió especialmente esa reacción, fue a Sergio. Si su
atención sobre la mujer había ido aumentando paralelamente a la excitación de
ella, en el momento en que se puso a gritar a la gente, una chispa
imperceptible se encendió en el interior de Sergio. Sin que él lo supiera,
aquella forma de actuar de la mujer había activado un mecanismo que, muy lentamente,
comenzó a funcionar. Un mecanismo que le permitiría ver la vida de otra manera.
De
todas formas, en aquel momento Sergio pensó que lo mejor sería tratar de
alejarse al máximo de esa mujer. Mientras tanto, ella seguía con su show
personal. Hasta que el autobús llegó, la mujer no dejó de cambiar de posición
en la acera, según su previsión de dónde iba a parar el bus, y de gritar a los
presentes para que se unieran a ella, pero todos, desde hacía un buen rato,
habían establecido un amplio perímetro de seguridad y la miraban con una expresión entre la
incredulidad y el terror. Antes de que las puertas del bus terminaran de
abrirse, la mujer ya había subido al autobús y estaba pasando su tarjeta por el
detector. El resto de las personas la siguieron muy lentamente y con la
habitual falta de vitalidad. A pesar de entrar el último y tener todo el tiempo
para elegir, Sergio terminó, sin saber cómo, sentado al lado de la mujer.
Cuando su culo tocó el asiento, fue como si hubiera activado algún botón porque
la mujer comenzó inmediatamente a hablar sin parar con Sergio y no paró durante
todo el trayecto. En aquel momento fue cuando Sergio conoció su nombre y que
nunca jamás olvidó: Silvia. De
esta manera, la rutina que, hasta ahora, había gobernado la vida de Sergio
cambió por culpa de una mujer.
A
partir de ese momento, el espectáculo de Silvia se repetía todas las mañana y
siempre, sin saber cómo, Sergio terminaba sentado al lado de ella en el
autobús. Lo único que cambiaba era la forma que tenía Silvia de expresar su
emoción al ver aparecer el autobús. A veces se ponía a saludar con la mano al
autobús en medio de la carretera, otras veces bailaba y, hasta en una ocasión,
era tanta la emoción de Silvia que se confundió de número de autobús y se subió
en otro, a pesar de los gritos de advertencia de Sergio. Y es que el mecanismo
que se había puesto en marcha aquel primer día, estaba haciendo mella en él.
Cada día, Silvia le parecía más divertida y, cada vez más, le atraía su forma
de ver la vida. Para Silvia, la espera del autobús estaba llena de misterios y
preguntas que le daban vida a la vida. ¿A qué hora llegará el bus? ¿Será
puntual o llegará tarde? ¿Llegaré a tiempo? ¿En qué punto exacto abrirá las
puertas? El conocer las respuestas a esas preguntas, le daban a Silvia la suficiente
fuerza para encarar el día. Esa forma de ver la vida era inaudita para Sergio.
Todas las personas que conocía basaban su vida en la consecución de grandes
sueños. Él mismo soñaba con cambiar la concepción del mundo, por eso se había
matriculado en Filosofía, pero jamás había conocido a alguien que encontrara la
felicidad en algo tan mundano como coger el autobús. Él siempre había imaginado
que las personas así, eran personas vacías y sin ilusión. Ahora Sergio sabía lo
equivocado que había estado siempre.
La
vitalidad y la energía de Silvia le atrajeron de la misma manera que el olfato
se ve atraído por el aroma de una rosa. Poco a poco, el perímetro de seguridad
se fue reduciendo y, antes de darse cuenta, Sergio se encontraba saludando con
la mano al autobús junto a Silvia en medio de la carretera. De la misma manera
que Sergio, el resto de los habituales en la parada del autobús se fue
acercando poco a poco a la pareja. Pronto, todo el mundo en la parada saludaba
con la mano al autobús en medio de la carretera. El boca a boca pronto se
extendió y, a pesar de que Sergio no era una persona muy sociable, se hizo
famoso en la universidad. Gente que ni siquiera conocía, le saludaba y hasta le
pedían autógrafos. Incluso gente que normalmente iba en coche a la universidad,
comenzó a coger el autobús. Hasta que llegó el día en que todo terminó.
Un
día, mientras todo el grupo bailaba en la acera, el bus se pasó la parada sin
detenerse. En ese momento fue como si el tiempo se ralentizara, mientras todos
veían como el autobús seguía su camino. Nadie reaccionó, salvo Silvia. Sin que
nadie pudiera detenerla, Silvia salió corriendo detrás del autobús y ambos
desaparecieron cuando giraron a la derecha en la siguiente esquina.
Durante
un tiempo, el resto del grupo permaneció en su sitio, sin saber muy bien que
hacer. Era como si una especie de encantamiento se hubiera roto. Todos se
miraban entre sí como si no se conociesen. Poco a poco, el grupo se fue
dispersando hasta que sólo quedaron los habituales parroquianos del autobús.
Cuando al día siguiente Sergio fue a la parada esperando ver a Silvia, ella no
estaba y nunca más volvió a estar.
Hoy
día Sergio va a la universidad en coche, pero siempre pasa por delante de
aquella parada de autobús y, siempre que lo hace, recuerda con cariño el día
que conoció a Silvia y el valor de las denominadas “pequeñas cosas”.